El título de esta columna puede parecer un contrasentido y realmente lo es. De hecho, la deslealtad en la competencia supone una actuación de mala fe, lo que necesariamente implica que, deba presentarse un fenómeno intencional, el comportamiento debe estar inspirado por un propósito avieso y deshonesto.
De ahí que, si la actuación no se ejecuta de mala fe no puede haber competencia desleal.
Se requiere, además, al tenor del artículo 2º de la Ley 256 de 1992, que la conducta tenga una finalidad concurrencial, lo que significa necesariamente que debe realizarse con la intención de disputar la clientela a los competidores.
La discusión en torno de este tema nace en razón de que, a renglón seguido, el artículo 2º dispone que la finalidad concurrencial se presume cuando el acto se revele como objetivamente idóneo para mantener o incrementar la participación en el mercado de quien la realiza o de un tercero.
Contrario a lo exigido por esta disposición, la Superintendencia de Industria y Comercio ha sostenido que la finalidad concurrencial es “un aspecto normativo independiente de la intención o no de cometer el acto mediante el cual se pueda perjudicar el mercado en general o a cualquiera de sus participantes, pues simplemente la conducta realizada en el mercado debe ser idónea para que al final de cuentas el actor pueda siquiera obtener algún beneficio para si o para un tercero, así no haya sido ese su propósito o ánimo” (Sentencia de septiembre 1º de 2016).
Adviértase que la norma no va más allá de establecer una presunción de hecho o ”juris tantum”, que admite prueba en contrario y cuyo efecto práctico es invertir la carga de la prueba cuando se den los supuestos exigidos. Esta presunción no afecta, ni demerita en absoluto la exigencia de la finalidad o ánimo concurrencial
Por consiguiente, si a pesar de ser el acto objetivamente idóneo para incrementar o mantener la participación en el mercado, se acredita que el mismo no se realizó con ese interés o finalidad, quedaría descartada por completo la posibilidad de que la conducta hubiera configurado un acto de competencia desleal. Piénsese, por ejemplo, en el descuido e indolencia de un agente económico como consecuencia de la cual se produce la explosión de un cilindro de gas que acaba con las instalaciones colindantes de su competidor. Si el agente demuestra que la explosión no fue intencional, podrá haberse presentado un comportamiento negligente o culposo, podrá haber mediado la incuria y por supuesto el agente tendrá que responder por los daños y perjuicios ocasionados a su competidor, pero no se habrá configurado un acto de competencia desleal.
No puede entonces afirmarse que la actuación negligente suponga la finalidad concurrencial.
De esta manera, la interpretación de la Superintendencia desvirtúa y vulnera por completo la naturaleza de sus funciones jurisdiccionales por cuanto las extiende a todos los actos que se realicen en el mercado sin importar si ellos tienen o no finalidad concurrencial.
Por disposición de la Carta, las facultades jurisdiccionales que le ha atribuido la ley a la Superintendencia, para conocer de las disputas de competencia desleal tienen una naturaleza excepcionalísima y de ahí que la interpretación que ha sido motivo de comentario significa que los límites fijados por la Constitución, a esas facultades, simplemente se han evaporado, se han desdibujado, lo que pone en peligro y quebranta de manera grave el Estado de Derecho.